Hace unos años decidí ir con la ONG Babies Uganda, a un orfanato que tienen en Entebbe (Uganda), llamado Kikaya House, para pasar un mes con esos niños. La experiencia fue alucinante: el pueblo, la cultura, la naturaleza, la rutina, la gente y sobre todo los niños me enamoraron y me engancharon. Desde ese momento no puedo imaginar mi vida sin ellos.
En otro de mis viajes, me comentaron que tenían en mente construir una escuela para esos niños y para los de la zona. La idea era tener un cole donde también se ofreciese la oportunidad de estudiar a aquellos niños cuyas familias no pudiesen permitírselo y que, por lo tanto, si no fuera por Babies Uganda, jamás aprenderían ni a leer ni a escribir. Después de conocer el súper proyecto que tenían en mente, me ofrecieron la posibilidad de realizar las prácticas allí, y lo tuve clarísimo.
En febrero de 2019 inauguraron el nuevo cole: Kikaya Junior Day and Boarding School, y sólo un mes después he tenido la suerte de estar allí.
Cuando llegué aluciné, es el cole más bonito que he visto en todo Uganda, los niños no podían estar mejor atendidos ni ser más felices. Es un colegio donde actualmente hay más de 150 niños matriculados, de los cuales 35 están en el “boarding”, el internado, durante todo el año. Estos niños están internos, pero lo disfrutan como si de un campamento de verano se tratara; parece que son conscientes de la suerte que tienen de ir al colegio.
Durante estas prácticas vivía en Kikaya House, pero parte del día lo pasaba en el cole, donde disfrutaba enseñando, viendo y aprendiendo de unos niños espectaculares.
Mi objetivo principal ha sido enseñarles español y no puedo volver más feliz. Impartía clases desde primero de primaria a quinto y tenía una clase con cada curso al día.
En mi primer día de clase me quedé sin palabras, cada vez que entraba en un aula, me recibían aplaudiendo y gritando “Spanish class” y así me daban la bienvenida cada uno de los días que estuve allí. Todos los niños atendían, todos tenían ganas de aprender, preguntaban, escuchaban, se esforzaban, se reían y se les veía felices por aprender.
Cada tema que impartía intentaba plantearlo de forma dinámica para que entendiesen y disfrutasen más lo que estaban aprendiendo, pero era muy emocionante ver que cualquier cosita pequeña ya era increíble para ellos: unos rotuladores o lápices de colores, ponerles música (en español) mientras trabajaban, hacer algún baile, llevarme el ordenador a clase para mostrarles cualquier historia, actividades, juegos… con todo se les alumbraba la mirada y sacaban una sonrisa de oreja a oreja. Yo, por supuesto, me derretía observándoles y descubriendo lo que significa valorar absolutamente todo.
Creo que es complicado que en España algún profe tenga la suerte de tener un ambiente parecido al que existe allí en un aula. En P2, P3, P4 y P5 jamás tuve que decirles que me escuchasen, que atendiesen o mandarles callar. Eran pura motivación por aprender. En P1 (son muchos y muy pequeñitos) tuve un par de clases en las que estaban un poco descontrolados y sin saber muy bien qué funcionaría les dije que la siguiente vez que observara algún comportamiento que no me hiciese gracia (algún niño estaba molestando a otros) me iría a otro curso a dar español, porque en otras clases tenían muchas ganas de aprender. Y fin, increíble, pero fue la solución. A partir de ese momento todas las clases fueron perfectas. No son normales, son espectaculares.
Otros días en los descansos, en lugar de estar jugando en su hora de recreo, querían seguir aprendiendo español y venían a buscarme para que les leyera algún cuento. En el momento de la comida me pedían que me sentase con ellos para aprender (o repasar) los utensilios del comedor. Cuando estaban en el patio, muchas veces me los encontraba contando en español mientras jugaban o incluso repasando entre ellos lo que habían aprendido en clase.
Si me los cruzaba por el cole, la mayoría ya me saludaban diciendo “hola” y con una sonrisa que siempre me hacía tener ganas de achucharles. Por las noches me acercaba al cole para darles su “Good night kiss” y siempre me despedían diciéndome “buenas noches”.
La suerte enorme de este cole, es que Babies Uganda, abrió hace poco un centro médico para atender a gente de la zona y también a todos los niños del cole que lo necesitasen. Allí no están acostumbrados a tener estos recursos. Por lo tanto, si un niño se pone enfermo es extraño que venga a quejarse, así que tú debías observarles y darte cuenta. Total, durante esas semanas si veía algún niño que parecía triste o diferente, me acercaba a preguntar y casi siempre me decían que no se encontraban bien, que tenían dolor de estómago, de cabeza, estaban malos de la tripa… entonces los llevaba al médico. Al principio me impactaban los diagnósticos: malaria, fiebre tifoidea, infección de estómago… Pero, después de unos días me empecé a dar cuenta de que allí que un niño pase la malaria y tenga 39,5 de fiebre, desgraciadamente es lo más habitual.
Ver a los niños sufriendo y en estas situaciones te rompe el corazón, pero a la vez tenías que dar gracias a Dios porque son unos afortunados de tener la posibilidad de ser atendidos. En la gran mayoría de colegios (por no decir todos) no disponen de estos medios y simplemente los mandan a casa, donde por supuesto no visitan ningún médico por falta de recursos económicos.
Otra historia del colegio que me llenó el corazón fue ver como durante los primeros días bastantes niños me pedían que les prestara los cuentos que llevaba a clase y todos siempre me decían que querían leer. Así que se nos ocurrió, a otra voluntaria y a mí, que con los libros que había en el cole podíamos crear un servicio de préstamo en la biblioteca, para que los niños tuviesen la oportunidad de llevárselos y leer en casa. Abi, la otra voluntaria, hizo un enorme trabajo organizando y registrando todos los libros. Después de una semana, pudimos inaugurar la biblioteca. No os podéis imaginar la reacción de los niños, parecía que regalábamos helados y chuches. TODOS los niños del cole, corrieron a hacer cola para poder llevarse un libro a casa, la mayoría tuvieron que esperar más de 15 minutos, pero tan felices. Te dejaba sin palabras ver como salían de la biblioteca comentando y enseñando emocionados sus libros.
Siempre digo que estas historias contadas no hacen justicia ni se asemejan a la realidad, hay que vivirlo y compartir vida con ellos para entender cuántas cosas no hacemos bien en esta parte del mundo. Porque allí solo respiras felicidad las 24 horas del día.
María Morollón Grande