Tengo la certeza de que cada vez que viajo a Uganda mi corazón se hace más grande. Lo lleno de emociones, de amores que aman por amar, sin esperar nada a cambio. De un beso de buenas noches a la voz de “auntie Alaz, mañana no te vas a España no?” de reír hasta llorar y llorar hasta acabar riendo. De abrazos de los que no te quieres soltar nunca. De ver como se cuidan, se quieren y se ayudan entre ellos.
La primera vez que pisé Kikaya House pensé: ¿cómo puede ser que teniendo tan poco den tanto? es increíble el amor que pueden dar. Único e inigualable.
Cada vez que vuelvo me resulta más difícil regresar a España; sientes la necesidad de quedarte allí, de leerles un cuento cada noche, de achucharles, de acunarles hasta que se queden dormidos. Da igual el tiempo que vayas, siempre va a ser insuficiente. Estoy segura de que existe un lazo invisible, que una vez que pisas Kikaya, te quedas unida para siempre.
Tony siempre dice que a nosotros nos falta tiempo y a ellos dinero. No puede ser más cierto. Nosotros nos preocupamos de tener el último modelo de no sé qué cosa, de ir “a la última”, de gastar medio sueldo en el “Black Friday” y no nos damos cuenta de que la vida se escapa, de que hay que vivirla, y a ellos, a eso, no les gana nadie. Tienen unas ganas de vivir que contagian.
Es una experiencia que debería vivir todo el mundo que tenga la oportunidad, porque una vez que estás allí es cuando realmente te das cuenta de que nuestros problemas igual no son tan importantes como los que pueden surgir en Uganda, y aún así, siguen sonriendo.
Y así, después de dos años viajando a Kikaya, de acordarme cada día de cada uno de los niños, de las “aunties”, de los “uncles”, de Tony, me despido con unas ganas locas de volver, de volver a seguir llenando el corazón.
Alazne Villa González.-