Tras pasar un mes en Kikaya, volver a España no fue tan fácil. Al principio, pensaba que poco a poco iría disminuyendo lo muchísimo que echaba de menos a esos niños y, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, más ganas tenía de volver a Uganda, de ver esas caritas, estar con ellos todo el día y poder darles las buenas noches.
Así que pasados cinco meses de mi regreso, decidí volver en enero. Esta vez iba a ser todo muy diferente, no iba a compartir mi estancia con más voluntarios, sino que iba a ser la única “mzungu” de la zona. Admito que al principio me imponía un poco de respeto pensarlo, pero realmente sabía que era el mejor momento para ir (fuera de los meses de verano) porque es cuando menos voluntarios hay y, por lo tanto, más solos están los niños.

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No podía tener más ganas de volver, pero me daba un poco de pena pensar que aunque yo llevase meses acordándome cada día de ellos, quizás cuando llegase, ellos ya no se acordarían de mí, porque al final somos muchos los voluntarios que pasamos por allí, muchas caras y demasiado tiempo para ellos.
Finalmente llegué, y… ¡el reencuentro fue increíble! Sorprendentemente, no se olvidan de ninguno, sobre todo Kato, él te puede decir el nombre de cada voluntario en orden de llegada, el tiempo que estuvo cada uno, los juegos y canciones que les fueron enseñando, los planes que hicieron con ellos y las promesas que les han ido haciendo ¡No se le escapa una!
Tras unas horas allí, no podía dejar de asombrarme el enorme cambio de los niños, no físicamente, que también, sino la personalidad y actitud de cada uno. Era increíble la evolución.

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Cuando yo llegué en verano, David acababa de llegar a Kikaya, y adaptarse a algún lugar nuevo nunca es fácil para nadie, así que muchísimo menos para un niño de cinco años que ha vivido cosas inimaginables. Todo ese tiempo que estuve, David era un niño un poco arisco, casi siempre estaba triste, lloraba a todas horas, se aislaba, no quería jugar con el resto y muchas cosas más que a veces dolía sólo con verle, imaginando la tristeza que puede sentir un niño tan pequeño.
Sin embargo, esta vez, David ya no era el mismo niño, ahora era feliz. Sonreía a todas horas, le encantaba jugar, se llevaba bien con los demás niños, era buenísimo, obediente, educado, cariñoso… Más de una mañana venía a decirme: “Auntie María, I´m happy today” Y yo, me lo comía a besos sin poder evitar emocionarme. Porque es increíble lo mucho que ha cambiado y lo feliz que está en su nueva casa.
En estas dos semanas también pude vivir la vuelta al cole de Kato, Babi, Helena y Samira. Y el primer comienzo para David, Mussisi y Noa. Unos días antes de empezar, ya estaban hablando de las ganas que tenían de ir el colegio. Los pequeños querían aprender a escribir y vivir todo lo que los mayores les contaban y los mayores querían volver a ver a sus amigos y a las profesoras. Así que la noche anterior ya estaban preparados sus uniformes, mochilas y zapatos y eran todo nervios. Por la mañana, teníamos que pegarnos un madrugón, ya que tienen que ir hasta el lago en matatu (autobús), cruzarlo en ferry y otra vez matatu hasta el cole. Pero ni esto les quitaba las ganas de su primer día, se levantaron todos emocionadísimos, y fueron todo el trayecto riéndose y contándose historias. Era muy bonito ver todas las mañanas esta misma ilusión y las muchísimas ganas de aprender que tienen estos niños.
Ahora me alegra saber que la próxima vez que vuelva no tendré que verlos despertarse tan pronto y que tampoco volverán tardísimo a casa (alguna vez incluso llegábamos de noche). Porque acaban de construir una barca para Kikaya que les permitirá cruzar el lago y dormir hora y media más cada mañana.
Podría contar mil historias de cada día y de absolutamente todos. De Kato, Babi, Helena, David, Samira, Mussisi, Noa, Michael, Pepe, Moises, Mirembe, Alex, Elvis, Simon, María y Gabi, pero no hay forma de que pueda contarlas y ser fiel a la realidad, hay que estar allí, ver y conocer a estos niños para comprender lo especial e increíble que es poder compartir vida con ellos.
Todos los días veía pequeñas cosas que me hacían pensar en lo increíble que es Kikaya. Cómo algo que podría ser un simple orfanato, no lo es porque lo han convertido en una enorme familia. Son los niños más generosos, buenos, sensibles educados y felices que he visto en mucho tiempo. El trabajo de las “aunties”, “uncles”, el enorme corazón de Tony, Montse, Maribel y todo el trabajo de Babies Uganda, está permitiendo que estos niños que desgraciadamente sufrieron tanto puedan ahora tener un hogar, una educación, una familia y recibir todo el cariño del mundo.

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Estoy muy agradecida de haber tenido la posibilidad de vivir esta experiencia, porque si en verano fue increíble, esta vez ha sido todo más auténtico y muchísimo mejor. Vivir su rutina y compartir cada segundo con la gente de allí y con estos niños, es alucinante.
No puedo tener más ganas de volver. Quiero escuchar sus risas desde por la mañana, verles quererse y cuidarse tanto, ayudarles y achucharles, jugar con ellos, oírles cantar, que me cuenten mil historias, darles su beso de buenas noches e irme feliz a dormir.

María Morollón Grande

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