En uno de mis viajes con Babies Uganda tuve la oportunidad de dar clases en Kikaya Junior School.
Una mañana en el colegio apareció Tony con dos señores muy bien vestidos y una niña o niño (en ese momento no tenía muy claro lo que era) de unos seis años, con la ropa sucia, rota, descalza, con el cuerpo llenísimo de heridas, con dificultad para andar y la mirada totalmente perdida.
Se sentaron todos en el aula donde estaba yo y empezaron a hablar en lugandés. Como no entendía nada, la historia que me imaginé sobre ella (descubrí más tarde que era niña) era que, al ser discapacitada, alguien la habría abandonado hacía mucho en la calle y que los dos señores la habían encontrado y se la llevaban a Tony para que pudiese darle una vida nueva.
Para mi sorpresa, esos dos hombres eran su padre y su hermano. Debido a su discapacidad y a las creencias relacionadas con la misma, el trato que la familia daba a la niña era completamente indigno: apenas la sacaban de la casa y no estaba estimulada ni cognitiva ni físicamente. Los vecinos, al enterarse de la situación en la que vivía, decidieron proponer a la familia que la llevasen al orfanato de Tony, donde sabían que iba a recibir el cuidado que se merecía.
Ante la desatención que había sufrido Agnes (así era como se llamaba) durante todos estos años, la familia desconocía su nivel de afectación real: no sabían si tenía problemas auditivos, no conocían su edad e incluso, si podía mantener una conversación. Estos dos hombres contestaban con un “no sé” a todas las preguntas que Tony les hacía sobre la niña, parecía que no sabían nada sobre ella.
Lo único que se me ocurrió ofrecerle en ese momento era cariño y comprensión. Recuerdo que me acerqué a ella para abrazarla y darle un beso y el olor que desprendía era tan fuerte que me recordaba al de un perrillo mojado. Yo sólo quería que su padre y su hermano se fueran lejos de ella y desapareciesen de su vida. No podía entender cómo ellos se permitían comprarse ropa y hasta unas gafas de sol y, sin embargo, no habían mostrado ningún cuidado hacia Agnes hasta el punto de tenerla prácticamente abandonada.
Una vez se marcharon (sin despedirse de ella) llevamos a Agnes a la clínica para que le hiciesen un reconocimiento médico; probablemente sería el primero de su vida. La pobre tenía desnutrición, malaria, fiebre tifoidea, infección de estómago, además de heridas tan profundas que requerían un cuidado permanente. De hecho, de vuelta al orfanato, se desvaneció al llegar a la puerta. Lo más seguro es que además de por cómo se encontraba anímicamente, fuese porque nunca antes había estado tanto tiempo andando.
Como tantas otras veces cuando llega un niño nuevo al orfanato, todos los demás se acercaron para presentarse e interesarse por Agnes. La sentaron en una manta en el suelo; parecía que eran conscientes de que también ellos habían pasado por esa misma situación y recordaban su primer día en Kikaya. Ninguno se quería separar de ella, querían hacerle ver que a partir de ese momento ya era parte de su familia y que nunca más volvería a estar sola.
A la hora de entrar en casa, varios niños vieron que Agnes no iba a ser capaz de ponerse sola los zapatos. Ellos mismos, sin que nadie se lo dijese, decidieron ayudarla y acompañarla hasta dentro. Tocaba ya el momento del baño. Normalmente se duchan y después se van directos a la habitación para ponerse el pijama. Ese día ninguno quería dejar sola a Agnes, en cuanto salían de la ducha iban corriendo al comedor a hacerle una visita y quedarse un rato con ella. Al ver cómo la cuidaban los niños, no podía dejar de preguntarme cómo siendo tan pequeños eran capaces de entender perfectamente la situación y darle todo el cariño del mundo y, en cambio, su propia familia biológica apenas había tenido trato con ella.
Una de las cosas que más me sorprendió de Agnes durante la cena fue la avidez y ansiedad con la que comía. Se podía intuir que hacía mucho tiempo que no le habían ofrecido tanta comida. Los demás niños se pasaron toda la cena mirándola, observando al nuevo miembro de la familia. Yo tampoco era capaz de dejar de mirarla ni de contener las lágrimas; de pensar en todo lo que habría sufrido, pero también lloraba de felicidad, por pensar en la suerte que había tenido de llegar a Kikaya House.
A la hora de dormir, la única cama que quedaba libre era una de las literas de arriba. Evidentemente, Agnes no iba a poder subir hasta ahí y las aunties le asignaron una de las literas de abajo, en la que dormía Hellena. Cuando esta se enteró de que le habían quitado su cama, lo entendió perfectamente y no sólo no se quejó, sino que le pareció estupendo. Una vez la acostaron en su cama, los demás niños se acercaron para darle las buenas noches. Algunos de ellos, como Mussisi, pasaron unas diez veces a decirle “Good night Agnes”.
Después de las reacciones que tuvieron todos los niños y el trato que le dieron a Agnes durante su primer día en Kikaya, no podía dejar de asombrarme y emocionarme. Admito que en muchas otras ocasiones también se me saltaron las lágrimas al ver cómo la cuidaban. Me sorprendió la naturalidad con la que los niños entendían que Agnes no respondía a sus interacciones y, pese a ello, no cesaban en su empeño de que se encontrase cómoda. O como en una ocasión Mussisi me habló de ella diciendo “Agnes is my friend” y Hellena saltó para decirle que Agnes no era su amiga, sino su hermana.
Con todas estas historias, a los pocos días Agnes parecía otra niña: dejó de tener la mirada perdida, las heridas comenzaron poco a poco a curarse, físicamente se encontraba más fuerte, emitía algún ruido en un intento por comunicarse e incluso comenzó a sonreír. ¡Qué cambio en tan poco tiempo! En ese momento volví a darme cuenta de lo importante que es una familia y qué bonita es la de Kikaya House.
Meses después, al volver a Kikaya, la evolución de Agnes me sorprendió aún más. Seguía sin poder hablar, pero no le hacía falta para comunicarse porque había sido capaz de encontrar otras estrategias para que la entendiesen. Era mucho más autónoma y perseverante, prefería tardar quince minutos en ponerse un pantalón y conseguirlo por sí misma antes que pedir ayuda. Siempre estaba al tanto de todo en la casa: si dos niños se peleaban, no se terminaban la comida o tenían desatados los cordones de las zapatillas, alertaba a las aunties; ¡no se le escapaba una!
Después de llevar un año en el orfanato y de aprender a relacionarse con otros niños, tomaron la decisión de que estaba preparada para comenzar a ir al colegio. Ahora Agnes es una niña completamente distinta a la que conocí ese primer día. A pesar de las diferencias con los niños de su edad, es feliz, le encanta ir al colegio y está deseando aprender y seguir evolucionando. Estoy convencida de que será capaz de romper todas las barreras derivadas de su situación y que va a aprovechar más que nadie la segunda oportunidad que Dios le ha dado.
María Morollón.-